jueves, 12 de abril de 2012

La batalla de Morbihan: El fin de la Armórica gala




Transcurría el año 56 a.C. y, cuando Julio César creía ya pacificada la Galia, los vénetos (Vannes), apoyados por los osismos (Finis Terrae), lexovios, námnetes (Nantes), ambiliatos, mórinos, diablintes, menapios y britanos (venidos del otro lado del estrecho) se levantan contra el poder de Roma apoyados en la situación tan especial de sus ciudades costeras y en la superioridad de sus navíos en aguas atlánticas. Las fuerzas de César se quedaron en tierra viendo la tremenda batalla naval que se desarrollaba en el golfo de Morbihan, mientras la flota romana, comandada por Décimo Junio Bruto Albino (que no el “gallego”) trataba de destruir la flota de aquellos celtas insolentes. Dejemos que sea el propio Julio César, cronista de excepción y testigo presencial, quien nos cuente la batalla:

VII Después de estos sucesos, cuando todo le persuadía a César que la Galia quedaba enteramente apaciguada, por haber sido sojuzgados los belgas, ahuyentados los germanos, vencidos en los Alpes los sioneses; y como en esa confianza entrado el invierno se partiese para el Ilírico con deseo de visitar también estas naciones y enterarse de aquellos países, se suscitó de repente una guerra imprevista en la Galia, con esta ocasión: Publio Craso el mozo, con la legión séptima, tenía sus cuarteles de invierno en Anjou, no lejos del Océano. Por carecer de granos aquel territorio, despachó a las ciudades comarcanas algunos prefectos y tribunos militares en busca de provisiones. De éstos era Tito Terrasidio enviado a los únelos, Marco Trebio Galo a los curiosolitas, Quinto Velanio con Tito Silio a los vanes es.

VIII. La república de estos últimos es la más poderosa entre todas las de la costa, por cuanto tienen gran copia de navíos con que suelen ir a comerciar en Bretaña. En la destreza y uso de la náutica se aventajaban éstos a los demás, y como son dueños de los pocos puertos que se encuentran en aquel golfo borrascoso y abierto, tienen puestos en contribución a cuantos por él navegan. Los vaneses, pues, dieron principio a las hostilidades, arrestando a Silio y Velanio, con la esperanza de recobrar, en cambio, de Craso sus rehenes. Movidos de su ejemplo los confinantes (que tan prontas y arrebatadas son las resoluciones de los galos) arrestan por el mismo fin a Trebio y Terrasidio, y al punto con recíprocas embajadas conspiran entre sí por medio de sus cabezas, juramentándose de no hacer cosa sino de común acuerdo, y de correr una misma suerte en todo acontecimiento. Inducen igualmente a las demás comunidades a querer antes conservar la libertad heredada que no sufrir la esclavitud de los romanos. Atraídos en breve todos los de la costa a su partido, despachan de mancomún a Publio Craso una embajada, diciendo: «que si quiere rescatar los suyos, les restituya los rehenes».

IX. Enterado César de estas novedades por Craso, como estaba tan distante, da orden de construir en tanto galeras en el río Loire, que desagua en el Océano, de traer remeros de la provincia, y juntar marineros y pilotos. Ejecutadas estas órdenes con gran diligencia, él, luego que se lo permitió la estación, vino derecho al ejército. Los vaneses y demás aliados, sabida su llegada y reconociendo juntamente la enormidad del delito que cometieron en haber arrestado y puesto en prisiones a los embajadores (cuyo carácter fue siempre inviolable y respetado de todas las naciones), conforme a la grandeza del peligro que les amenazaba, tratan de hacer los preparativos para la guerra, mayormente todo lo necesario para el armamento de los navíos, muy esperanzados del buen suceso por la ventaja del sitio. Sabían que los caminos por tierra estaban a cada paso cortados por los pantanos; la navegación, embarazosa por la ninguna práctica de aquellos parajes y ser muy contados los puertos. Presumían además que nuestras tropas no podrían subsistir mucho tiempo en su país por falta de víveres, y pensaban que aun cuando todo les saliese al revés, todavía por mar serían superiores sus fuerzas; pues los romanos ni tenían navíos ni conocimiento de los bajíos, islas y puertos de los lugares en que habían de hacer la guerra; además, que no es lo mismo navegar por el Mediterráneo entre costas, (60) como por el Océano, mar tan dilatado y abierto. Con estos pensamientos fortifican sus ciudades, transportan a ellas el trigo de los cortijos, juntan cuantas naves pueden en el puerto de Vanes, no dudando que César abriría por aquí la campaña. Se confederan con los osismios, lisienses, nanteses, ambialites, merinos, dublintes, menapios, y piden socorro a la Bretaña, isla situada enfrente de estas regiones.

X. Tantas como hemos dicho eran las dificultades de hacer la guerra, pero no eran menos los incentivos que tenía César para emprender ésta: el atentado de prender a los caballeros romanos; la rebelión después de ya rendidos; las deslealtad contra la seguridad dada con rehenes; la conjura de tantos pueblos, y sobre todo el recelo de que si no hacía caso de esto, no siguiesen su ejemplo otras naciones. Por tanto, considerando que casi todos los galos son amibos de novedades, fáciles y ligeros en suscitar guerras y que todos los hombres naturalmente son celosos de su libertad y enemigos de la servidumbre, antes que otras naciones se ligasen con los rebeldes, acordó dividir en varios trozos su ejército distribuyéndolos después por las provincias.

XI. Con este fin envió a los trevirenses, que lindan con el Rin, al legado Tito Labieno con la caballería, encargándole visitase de pasada a los remenses y demás belgas, y los tuviese a raya; que si los germanos, llamados, a lo que se decía, por los belgas, intentasen pasar por fuerza en barcas el río, se lo estorbase. A Publio Craso, con doce cohortes de las legiones y buen número de caballos, manda ir a Aquitania para impedir que de allá suministren socorros a la Galia, y se coliguen naciones tan poderosas. Al legado Quinto Triturio Sabino, con tres legiones, envía contra los únelos, curiosolitas y lisienses (61) para contenerlos dentro de sus límites. Da el mando de la escuadra y de las naves que hizo aprestar del Poitu, del Santonge y de otros países fieles, al joven Décimo Bruto, con orden de hacerse cuanto antes a la vela para Vannes, adonde marchó él mismo por tierra con la infantería.

XII. Estando, como están, aquellas poblaciones fundadas sobre cabos y promontorios, ni por tierra eran accesibles en la alta marea que allí se experimenta cada doce horas ni tampoco, por la mar en la baja, quedando entonces las naves encalladas en la arena. Con que así por el flujo, como por el reflujo, era dificultoso combatirlas; que si tal vez a fuerza de obras, atajado el mar con diques y muelles terraplenados hasta casi emparejar con las murallas, desconfiaban los sitiados de poder defenderse, a la hora teniendo a mano gran número de bajeles, embarcábanse con todas sus cosas y se acogían a los lugares vecinos, donde se hacían fuertes de nuevo, logrando las mismas ventajas en la situación. Esto gran parte del estío lo podían hacer más a su salvo, porque nuestra escuadra estaba detenida por los vientos contrarios, y era sumamente peligroso el navegar por mar tan vasto y abierto, siendo tan grandes las mareas y casi ningunos los puertos.

XIII. La construcción y armadura de las naves enemigas se hacía por esto en la forma siguiente: las quillas algo más planas que las nuestras, a fin de manejarse más fácilmente en la baja marea; la proa y popa muy erguidas contra las mayores olas y borrascas; maderamen todo él de roble capaz de resistir a cualquier golpe de viento; los bancos de vigas tirante de un pie (62) de tabla, y otro de canto, clavadas con clavos de hierro gruesos como el dedo pulgar. Tenían las áncoras, en vez de cables, amarradas con cadenas de hierro, y en lugar de velas llevaban pieles y badanas delgadas, o por falta de lino, o por ignorar su uso, o lo que parece más cierto, por juzgar que las velas no tendrían aguante contra las tempestades deshechas del Océano y la furia de los vientos en vasos de tanta carga. Nuestra escuadra viniéndose a encontrar con semejantes naves, sólo les hacía ventaja en la ligereza y manejo de los remos. En todo lo demás, según la naturaleza del golfo y agitación de sus olas, nos hacían notables ventajas; pues ni los espolones de nuestras proas podían hacerles daño (tanta era su solidez), ni era fácil alcanzasen a su borde los tiros por ser tan altas, y por la misma razón estaban menos expuestas a varar. Demás de eso, en arreciándose el viento, entregadas a él, aguantaban más fácilmente la borrasca, y con mayor seguridad daban fondo en poca agua; y aun quedando en seco, ningún riesgo temían de las peñas y arrecifes, siendo así que nuestras naves estaban expuestas a todos estos peligros.

XIV. César, viendo que si bien lograba apoderarse de los lugares, nada adelantaba, pues ni incomodar podía a los enemigos ni estorbarles la retirada, se resolvió a aguardar a la escuadra. Luego que arribó ésta y fue avistada de los enemigos, salieron contra ella del puerto casi doscientas veinte naves, bien tripuladas y provistas de toda suerte de municiones. Pero ni Bruto, director de la escuadra, ni los comandantes y capitanes de los navíos sabían qué hacerse, o cómo entrar en batalla, porque visto estaba que con los espolones no podían hacerles mella; y aun erigidas torres encima, las sobrepujaba tanto la popa de los bajeles bárbaros, que sobre río ser posible disparar bien desde abajo contra ellos, los tiros de los enemigos, por la razón contraria, nos habían de causar mayor daño. Una sola cosa prevenida de antemano nos hizo muy al caso, y fueron ciertas hoces bien afiladas, caladas en varapalos a manera de guadañas murales. Enganchadas éstas una vez en las cuerdas con que ataban las entenas a los mástiles, remando de boga, hacían pedazos el cordaje; con ello caían de su peso las vergas, por manera que consistiendo toda la ventaja de la marina galicana en velas y jarcias, perdidas éstas, por lo mismo quedaban inservibles las naves. Entonces lo restante del combate dependía del valor, en que sin disputa se aventajaban los nuestros, y más, que peleaban a vista de César y de todo el ejército, sin poder ocultarse hazaña de alguna cuenta, pues todos los collados y cerros que tenían las vistas al mar estaban ocupados por las tropas.

XV. Derribadas las entenas en la forma dicha, embistiendo a cada navío dos o tres de los nuestros, los soldados hacían el mayor esfuerzo por abordar y saltar dentro. Los bárbaros, visto el efecto, y muchas de sus naves apresadas, no teniendo ya otro recurso, tentaron huir por salvarse. Mas apenas enderezaron las proas hacia donde las conducía el viento, de repente se les echó y calmó tanto, que no podían menearse ni atrás ni adelante; que fue gran ventura para completar la victoria, porque, siguiendo los nuestros al alcance, las fueron apresando una por una, a excepción de muy pocas, que sobreviniendo la noche, pudieron arribar a tierra, con ser que duró el combate desde las cuatro del día (63) hasta ponerse el Sol.

XVI. Con esta batalla se terminó la guerra de los vaneses y de todos los pueblos marítimos; pues no sólo concurrieron a ella todos los mozos y ancianos de algún crédito en dignidad y gobierno, sino que trajeron también de todas partes cuantas naves había, perdidas las cuales, no tenían los demás dónde guarecerse, ni arbitrio para defender los castillos. Por eso se rindieron con todas sus cosas a merced de César, quien determinó castigarlos severísimamente, a fin de que los bárbaros aprendiesen de allí adelante a respetar con mayor cuidado el derecho de los embajadores. Así que, condenados a muerte todos los senadores, vendió a los demás por esclavos.
Julio César: De Bello Gallico. Libro III